Laszlo y Klara se conocieron y se casaron en los sesenta, en Budapest. Los dos eran pedagogos y tenían ideas raras. Él gordo y barbudo, ella morocha y robusta, se prometieron en la luna de miel que, cuando tuvieran un hijo, experimentarían con él. Tenían una teoría: pensaban que cualquier chico —con el adiestramiento adecuado— podía ser un genio en cualquier disciplina. No tuvieron un hijo, sino tres hijas. Y nunca las mandaron al colegio. Desde que nacieron, las tres criaturas aprendieron a jugar al ajedrez de día, de tarde y de noche...

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